Los seres humanos, como sociales que somos, imitadores de nuestros ancestros, muchas veces aprendemos cosas que poco nos benefician, o mejor decir nada.
Comer, moverse o capacidades superiores como leer y escribir están entre las virtudes que poseemos y que nuestro cerebro está preparado evolutivamente para ejecutar, pero no ocurre lo mismo cuando en nuestro ser se internalizan frases que nos han repetido y que construyen una nefasta autoestima de nosotros mismos.
Debido a mis andanzas vitales, he descubierto que mucho de lo que nos dicen que somos, no es en realidad lo que somos. Ni todos somos tan malos estudiantes como en el colegio nos han hecho creer que somos, ni tan malos hijos como muchos padres piensan, ni el mundo gira en torno a nosotros, como muchos familiares piensan que sucede.
Por desgracia, si bien la última frase es típica, las dos anteriores aún lo son más. Y no siempre constituyen una autoestima adecuada en quien las escucha, porque lejos de eso, hasta el oyente se lo cree, de tanto que se lo repiten y él mismo se lo repite.
Hay que desaprender muchas cosas, porque el andamiaje de lo que de adultos seremos se constituye desde niños, y muchas veces no se construye nuestra infancia con frases precisamente alentadoras. Luego nos lamentamos de que, cuando somos mayores, hay que ir a terapia para trabajar el autoconcepto, la autoestima y comprender que no somos tan malos ni nada de eso. Simplemente, todos tenemos un talento que tiene que ser pulido debidamente, y nadie es más que nadie, ni mejor que nadie.