Ser músico es un trabajo muy sacrificado, y quedó demostrado en la segunda jornada del festival El Milanito: toda una lección de pundonor por parte de las dos atracciones de mayor renombre: Javier Ojeda, líder de Danza Invisible, y la banda local Siloé. Lecciones impartidas por dos generaciones diferentes en dos situaciones muy distintas.
“En mi pueblo me dice vago la gente”. Con toda la disposición del mundo, dominando el escenario de norte a sur y de este a oeste y con Un trabajo muy duro dio Javier Ojeda el banderazo de salida, que no fue más que la continuación de una prueba de sonido que los asistentes ya estaban disfrutando. “Esto no es una vida descuidada, es una vida de lo más sacrificada”. Justo entonces, a los cuatro minutos de haber comenzado el espectáculo, se fue todo al traste: el cantante, que estaba animado y conectado, se tropezó contra uno de los monitores de sonido del escenario, y se resintió de una contractura en su pierna derecha. A partir de ahí, los saltos y las carreras tuvieron que ser a la pata coja, y con mueca torcida.
La rabia del dolor le sirvió para afrontar con un plus de descaro la inmortal A este lado de la carretera (espléndida versión del Bright Side of the Road de Van Morrison). Sin embargo, Ojeda suplicaba una valoración, un diagnóstico y un tratamiento urgente, desde el escenario. Y lo hacía en serio: “¿Algún fisioterapeuta entre el público?”. Hubo varias candidatas voluntarias, pero el costasoleño pronto identificó los ofrecimientos como un fraude. Al rato, sí que pareció identificar a un verdadero fisio entre la platea, porque le señalaban con ímpetu sus amigos (“El de la gorra amarilla”), pero la cosa no terminó de cuajar (por vergüenza del espectador, que no estuvo resolutivo).
La perseverancia que el cantante demostró sobre el escenario solo fue la prolongación de la que ha tenido toda su vida. El momento más íntimo del concierto fue cuando dedicó Al amanecer a su querido padre, Pepe Ojeda, fallecido en 2015. Según explicó, al principio su padre se opuso a que él se adentrara en el mundo de la música. No le apoyó: tenía esperanzas puestas en él y quería que fuera un hombre de provecho. Todo cambió cuando escuchó la pista que abría el LP de debut de Danza Invisible (Contacto interior, 1983). “Maru, que me gusta mucho la canción nueva que ha sacado Javier. A ver si el niño va a valer…”.
Tiene mucho aguante también ante el público. Se pasa media vida diciendo a las que se le acercan a la primera fila que sí, que va a cantar Sabor de amor, pero dentro de un rato. Reconoce, por otro lado, que le encanta haber firmado éxitos que suenan en bodas, y que sus canciones “sirvan para procrear”. En este caso la petición era para dedicarle el Sabor de amor a una tal Rebe, que, al parecer, se casaba. “Ya”, respondió Ojeda desde lo alto, “pero la Rebe también se va a seguir casando dentro de una hora, ¿no?”.
A sus sesenta años, aguantando la tortura de la pierna, una de las voces más reconocibles (y mejor cuidadas) del pop español tuvo tiempo de repasar su carrera en solitario (la historia de dos toxicómanos en La marca, por ejemplo), de cantar por soleás, de presumir de banda (qué privilegio escuchar el saxo de Enrique Oliver) y de recalcar lo orgulloso que está de haber publicado en 1990 una canción como Naturaleza muerta cuando nadie hablaba de cambio climático. De hecho, Ojeda acabó entrando en las listas municipales de Los Verdes. Aquel movimiento, unido a sus críticas a Aznar durante la guerra de Irak, conllevó un veto de 12 años del PP de Torremolinos a Danza Invisible.
Para los bises dejó El fin del verano y una portentosa interpretación de El ángel caído (del segundo LP de Danza Invisible: Maratón, editado en 1985): muestra de la verdadera dimensión new wave de la banda malagueña, mucho más allá de los sencillos que años más tarde les catapultarían en las radiofórmulas. Luego le dedicó a la Rebe lo que le habían pedido y se fue, cojeando más que nunca.
Lo de Siloé, a continuación, fue arena de otro costal. Se trata de una de las bandas del momento. La misma legión de fans que tienen ellos ahora es parecida a la que tuvo Danza Invisible en hace treinta y cuarenta años. Curiosa y eficaz idea por parte de El Milanito la de colocar ambos proyectos en la misma velada.
Los problemas de los pucelanos, ante la mayor aglomeración de público de todo el festival, no fueron de índole físico, sino de estado de ánimo. A las primeras de cambio, Fito Robles anunció que el día para ellos había sido muy complicado, y que acababan de sufrir una pérdida importante (una niña, además), “que ya está en el cielo”. Para la niña fue Esa estrella (bellísimo tema del disco Santa Trinidad, 2023). A pesar de todo trataron de sacar adelante el concierto. Y lo lograron.
La legión de fans, todo hay que decirlo, se lo pone fácil. Se entregan en cada uno de los temas. Alguno más actual, como La oposición, y otro ya pequeños clásicos modernos como El poder (remontándose a su debut, en 2016). Amor amargo (la que cierra el LP Santa Trinidad) se la dedicaron a los profesores de música que han tenido a lo largo de su vida, en una de las disertaciones de las que Robles hace gala entre canción y canción.
Les funciona muy bien un intercambio de golpes como el que proponen encadenando Que merezca la pena, La vida que me das y Si me necesitas, llámame. Firman, entonces, los mejores pasajes de su puesta de largo. Y dejan buen sabor de boca. Mas aún cuando se sabía que, como el veterano Javier Ojeda, estaban realizando un gran sacrificio para que los allí presentes pasaran un buen rato.
V.D.L.