Normalmente el mundo interior de los escritores permanece semidesconocido, repleto de incógnitas y de lados oscuros. En el caso de Rosa Chacel, el misterio es más grande todavía. El 27 de julio se cumplen treinta años del fallecimiento de la autora vallisoletana. Por supuesto, no hay mejor forma de homenaje que leer alguna de sus obras: Estación. Ida y vuelta (1930); Teresa (1941); Memorias de Leticia Valle (1946); La sinrazón (1960), Barrio de Maravillas (1976). Entre todas ellas destaca una muy especial (con dos volúmenes), en la cual nos acercamos más a su personalidad y a sus enigmas. Se trata de sus diarios: Alcancía. Ida y Alcancía. Vuelta, publicados por Seix Barral en 1982.
“Publicar, en vida, los diarios íntimos es un acto de impaciencia, semejante al que se comete cuando se estrella en el suelo la hucha”, confiesa Rosa Chacel (Valladolid, 1898-Madrid, 1994) en la apertura. “Toma uno la decisión de hacerlo, sin estar seguro de saber lo que hay allá dentro”. A lo largo de casi novecientas páginas el lector se acerca al día a día, por fuera y por dentro, de la sobrina-nieta de José Zorrilla.
Reconocida componente de la Generación del 27, Chacel vivió con la maleta hecha desde 1936 junto a su marido, el pintor Timoteo Pérez Rubio (uno de los encargados de la evacuación del tesoro artístico nacional, sobre todo del Museo del Prado, durante la Guerra Civil Española) y su único hijo, Carlos.
A principios de 1951, en Buenos Aires, ya daba muestras de fatiga: “Tengo muchas cosas para vivir por ellas, pero esas cosas no me nutren con la mínima emoción. Parecería que la causa estuviese en mí, pero no: está en esas cosas, que significan un puro gasto sin retribución”. De particular relevancia son sus apuntes sobre sexualidad: “La emoción que buscaba a todas horas, la que temo haber perdido definitivamente, no es la emoción erótica. De todos los elementos que componen el ser humano, el que corresponde al sexo es el que menos me interesa conservar. Estar libre de sus emboscadas significa reposo y una tranquilidad provechosísima, porque toda la energía que se puede perder rugiendo por la selva, se puede emplear en otra cosa”.
La literata, de la que Pablo Neruda una vez dijo que “nunca será más que una señorita de Valladolid”, no sabía cómo afrontar las desigualdades sociales que se encontró a su llegada a Río de Janeiro. “Lo social me interesa por el mero hecho de que no puedo volverle la espalda”. Viviendo en el acomodado barrio de Copacabana, Chacel reflexionaba el último día de 1956 acerca de los que escribían sobre la realidad de la calle, sobre los problemas del pueblo: “Todos han pertenecido a un sector y han estado con él o contra él. Yo no puedo estar enteramente con el sector que frecuento, pero tampoco puedo estar con el otro, y aquí no existe ese intermedio, fluido, circulante, que existe en Europa y que es al que en realidad pertenezco”.
Cambiando el sur por el norte, sin salir del continente americano, llegó a Estados Unidos gracias a una beca de creación de la Fundación Guggenheim. Allí, en Nueva York, entabló una estrecha relación con la política republicana y jurista Victoria Kent. Apasionante fue desde entonces su intercambio de cartas con ella y con otros compatriotas intelectuales, sobresaliendo el toma y daca con otro pucelano ilustre, filósofo y ensayista: “Terminé la carta a Julián Marías, pero no la eché. Me salió tan brutal que la dejé en conserva para ver qué efecto me hace dentro de unos días”. Sabio consejo comunicativo, anotado en su diario el 20 de febrero de 1961, apto para todos los públicos hoy en día.
También hay hueco en su diario para que el lector imagine lo buena crítica cinematográfica que Chacel hubiera sido si se lo hubiera propuesto. Una muestra es la de una tarde de agosto de 1970. “Me llamó Lea para ir al cine, y fuimos a ver 007. ¡Cómo tendrá ese esperpento la cara de pretender suplantar a Sean Connery!”. Se trataba de 007 al servicio secreto de Su Majestad (pobre George Lazenby…). Y es que cada vez que la Chacel se sentaba a ver una película se avecinaban problemas: “Fui al cine. Siete veces siete, ¡qué cosa tan imbécil! Claro que no más que Un día en dos vidas, que vi ayer. Imposible saber qué grado marcaría en una u otra un termómetro de estulticias”.
Ya de vuelta a España, los trasiegos de su mundo interior no le permitían siquiera disfrutar de su cumpleaños (3 de junio de 1976) y de un merecido y trabajado éxito literario. “Llegué a los setenta y ocho, y lo único que podría hacer, si me empeñara en seguir con esto, sería repetir… Todo se repite de un modo increíble. El libro salió el primero de abril, críticas buenas y estúpidas, superficiales. Parece ser que a algunas gentes les ha gustado y hasta parece que se vende”. El libro en cuestión era Barrio de Maravillas, su última gran obra, compuesta de recuerdos ambientados en el barrio de su infancia madrileña.