Mi carácter indagador y mi personalidad ciertamente metafísica a veces me juegan malas pasadas. Pero creo que una de las mejores es mi tendencia a la curiosidad y a observar mi propio cuerpo mucho más allá de sus límites.
Intentando no rememorar demasiado a Freud, ilustre psicoanalista austriaco, aunque si haciéndole guiños, creo que la instancia inconsciente es la más desconocida de nuestro cuerpo. Nos encontramos en una época donde parece que vivimos pendientes de un reloj, de una pantalla, pero a la vez queremos saber más de nosotros mismos. Titulares de revista que nos proponen que leamos nuestro horóscopo, que analicemos nuestros sueños o incluso que luzcamos el color que más va con nuestra personalidad.
Todo eso sería un mero pasatiempo si no tuviese tintes de realidad. Y no solamente abarca tal dimensión, sino también algo tan cotidiano como ruidos, sonidos, voces de personas, etc., que pueden evocar experiencias del pasado, que no recordamos conscientemente pero nuestro inconsciente las alberga, como si de tesoros se tratase.
A mí me sucede con cosas tan variopintas como escuchar un cortafiambre, oír el llanto de un bebé o simplemente sentir ciertos cambios de temperatura. Quién sabe si todo eso no vendrá de mí más remota infancia… Esa etapa plagada de carencias, ingresada en hospitales, a merced de otros, totalmente indefensa y necesitada de cuidados como un bebé que era. Pero no por ello son menos importantes, y también por supuesto constituyen una gran parte de mi ser.