Va por el mundo siempre con rotuladores en el bolso por si necesita dejar su huella en una pared. Elisa Rodríguez (Medina del Campo, 1988), afincada en Madrid, está pasando estos meses en Linz (Austria), en un programa de artistas en residencia, pero puede estar también en Yogyakarta (Indonesia), empapándose de la técnica del batik, o en Vilnius (Lituania), especializándose con los más importantes maestros de la Europa del Este.
Es la de Elisa Rodríguez una huida hacia delante, cansada ya de estar demasiado ocupada sobreviviendo, “buscando el sustento”; harta de que le dijeran que lo que debía hacer era “sacarse unas oposiciones” y, en su tiempo libre, pintar. Lo explica sosegadamente por videoconferencia desde su taller austriaco, exprimiendo al máximo una convocatoria de CreArt (Red de Ciudades por la Creación Artística). Hace un tiempo sintió que necesitaba dedicarse al arte en cuerpo y alma, concentrarse en su creación. Y para eso, recuerda, “hay que pensar, leer, ver exposiciones. Y también tenemos que no hacer nada. No hacer nada es muy importante”.
La medinense respiró cultura en casa desde que gateaba: jugaba con el barro mientras su madre, la escultora Belén González, inventaba figuras imposibles. Estudió Bellas Artes, profundizó en la pintura. Todo parecía guionizado y, sin embargo, su conexión con el arte urbano le llegó de la forma más imprevista. En 2011, a Elisa Rodríguez, como a muchos otros, el movimiento 15-M le sacó del tedio, también desde lo artístico. Se fijaba en las pintadas que comenzaron a aparecer en los carteles publicitarios del Metro de Madrid, en las proclamas espontáneas. “Aquello empezó a darme ideas de intervenciones en anuncios”, recuerda. “Las empresas cuentan con espacios publicitarios. Sin embargo, nosotros, ¿dónde tenemos el espacio en la calle para expresarnos?”.
De repente aparece clandestinamente un escarabajo en una tapia, un erizo en una puerta, una mariposa en una tapa de registro o un sapo junto a una cañería. Ella lo llama salir a bichear. No entiende el arte urbano como algo espectacular, “sino como algo más sutil, relacionado con las pequeñas cosas”. Y también como algo excitante: el cosquilleo de lo ilegal.

Todo tiene sus pros y sus contras. Pintar legalmente, que lo probó después, te permite acceder a lugares muy apetecibles. Y aquí surge la duda: una vez que pintas por lo legal, con apoyo de instituciones culturales, de empresas o de la Administración Pública, ¿se puede regresar a lo ilegal? ¿O es ya un camino sin retorno? “Se puede volver, sí”, contesta con rotundidad, mientras muestra con picardía los rotuladores que siempre la acompañan, como si de un arma blanca se tratara.
El trabajo en el estudio o en el taller suele ser una tarea solitaria. La calle, en la clandestinidad, es otra cosa: “Se busca al transeúnte, demostrar que el arte puede salir de los museos y las galerías”. Y más diferente todavía es pintar en público, algo a lo que Elisa Rodríguez se ha dedicado en los últimos años. “Cuando estás sola en el estudio no existe el formato tiempo. En vivo y en directo tienes que romper los moldes que hay en tu cabeza”.
Así, rodeada de gente girando, riendo y bailando swing, por ejemplo, ha conocido la sensación del aplauso, palabra ajena al diccionario de una pintora. “El arte tiene mucho que ver con la comunicación”, señala. “También con las personas, con el diálogo y con el proceso. Me interesa el arte como instrumento social”. Sus lápices son capaces de registrar la tranquilidad de un pájaro posado en una ventana, o de pintar semejante ajetreo en la sala de baile, y a contrarreloj.
Las influencias que le han ayudado a ser lo que es hoy, como buena viajera curiosa e inquieta que es, son dispares: “Muchos de los artistas que me gustan hacen cosas muy diferentes a mí”. El madrileño Ignacio Pérez-Jofre, “porque me dio la idea de pintar en la calle con pincel fino”; el checo Jiří Kovanda, “por sus acciones sutiles en el espacio urbano, que buscan el encuentro casual”, y Francis Alÿs, artista belga residente en México, “por su idea del arte como práctica social, rompiendo lo cotidiano”.
Pero por mucho que viaje, explore o huya hacia delante, Elisa Rodríguez siempre retorna a Valladolid. Allí fue una de las fundadoras de la plataforma Mujeres Artistas Profesionales (MAPVA), y allí, en la que siempre será su ciudad, fue transformada hace dos décadas en una estatua de bronce de más de tres metros en la plaza de las Batallas: Elisa leyendo. La autora: Belén González, la misma que le dejaba embarrarse de pequeña mientras ella trabajaba. “Que conste que no es un monumento a mí”, bromea, medio disculpándose por tamaña honra. Su madre buscó expresar que el hecho de ver a alguien leer, hace que te entren ganas de leer. No pudo encontrar mejor modelo: una niña que antes de crear sus propias obras no se cansó de devorar las obras que crearon otros.
V.D.L.
