La infancia de Rosa Chacel (1898-1994) transcurrió entre la calle Núñez de Arce, en Valladolid, y el Barrio de Maravillas (actual Malasaña), en el centro de Madrid. “La ciudad era una camilla con brasero en invierno y un patio con acacia en verano”, recordaba del lugar que le vio nacer, evocando su niñez solitaria. “No fui jamás al colegio. No tuve amigos. A mí me enseñó a leer, y todo lo que se puede enseñar, mi madre. Mi padre también. Fueron los que me lanzaron. No puedo decir que me iniciaron. Me lanzaron casi, porque era el ideal de ellos que yo hiciera un trabajo intelectual”. La pequeña aprendió a leer con poemas de José Zorrilla (que había sido una especie de segundo padre para la madre de Chacel). Se los sabía todos de memoria.
En 1908, el paisaje cambió. La familia se traslada a la capital de España y se instala en la vivienda de su abuela materna, justo cuando se celebraba, con una fiesta enorme en la plaza del Dos de Mayo, el centenario del levantamiento contra los franceses. Fue el primer gran punto de inflexión de la vida de la que luego sería pieza clave en la Generación del 27. “A los diez años llegué al barrio de Maravillas. Yo allí no viví más de tres años, pero fueron tres años muy intensos y tengo un cariño inmenso por aquel barrio, por la casa, donde se juntan las dos calles: San Vicente (Ferrer) y San Andrés. Es el personaje principal de la novela”.
Ese primer punto de inflexión, y las memorias que de él provenían, con un puzle de personajes reales, otros medio reales y algunos inventados, se transformó en la novela con la que, en 1976, Chacel cerraba el círculo. Barrio de Maravillas supuso su regreso literario a España (ya se había instalado en Madrid, tras cuatro décadas de exilio). El nuevo libro llegaba a las librerías en el momento perfecto, tras demasiado tiempo lejos de casa. Su prosa, la que la situó en el primer escalón a nivel nacional, estaba intacta. “Todo eso había ocurrido en un mediodía de junio. En el pequeño gabinete estudio se había precipitado por el balcón -balcón segundo de la esquina, en San Vicente- el solsticio vernal -enfrente, sobre el tejado, cúmulos blancos asomaban sus crestas dejando arriba el cobalto puro-, y en el último reducto de la casa -quinto balcón de San Andrés- la partera, de brazos remangados, sacaba de entre los vastos muslos, adornada por el esplendor de la sangre, una mujercita, cargada con su sino de mujercita”.
La autora vallisoletana necesitaba un retorno así, a lo grande (Barrio de Maravillas se publicó como primer volumen de una trilogía). Había pasado seis años en Roma, ajena al movimiento del Futurismo, enclaustrada en su primera novela; había gastado media vida en Brasil, con dificultades de integración y al margen también de las corrientes literarias de aquellas latitudes, escribiendo sin parar para intentar ser publicada al lado, en Argentina (donde, decía, “era considerada una escritora argentina”); se había visto obligada a cuidar sus amistades a base de cartas transoceánicas; había ahogado sus penas en las páginas de los diarios que pronto verían la luz.
Afortunadamente, en esa última fase de su vida llegaron los reconocimientos. Por Barrio de Maravillas le otorgan el Premio de la Crítica en 1976; la Universidad de Valladolid la nombra Doctora Honoris Causa en 1989; en 1987 se le concede el Premio Nacional de las Letras, y en 1993, la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Un año más tarde, el 27 de julio de 1994, en el hospital Ramón y Cajal de Madrid, fallecía a los 96 años. Estuvieron a su lado en esos últimos momentos su hijo Carlos, su nuera Jamilia, y dos de sus mejores (y jóvenes) amigos: Clara Janés y Alberto Porlan.
En el treinta aniversario de su fallecimiento no hay mejor aprendizaje que leerla, disfrutando, en Barrio de Maravillas, por ejemplo, de algunos de los más bellos pasajes que nos dejó una carrera literaria indispensable: “Entonces pensé, nunca habrá nadie en el mundo a quien yo pueda querer más… Pero también procuré no mirarla para que no lo notase. No sé si se notaba, de todos modos a veces me parecía que no le daba importancia, que era como lo que por sabido se calla. Y luego fue como si hubiéramos olvidado que jamás hubiera pasado algo (…). Yo acabé dejando que todo fuese como ella quisiera”.
V.D.L.