Hace unos días podíamos leer en diversas publicaciones el curioso artículo de una joven norteamericana que había dedicado los últimos ocho años de su vida a vivir austeramente con la finalidad de ahorrar la mayor parte de sus ingresos.
Siguiendo el movimiento FIRE (Independencia Financiera, Retiro Joven) esperaba ahorrar suficiente como para disfrutar holgadamente de la vida a una pronta edad. Con veintisiete años ya había acumulado dos cientos mil dólares, aunque se mostraba totalmente arrepentida. Afirmaba que se siente miserable.
Durante todo este tiempo ha renunciado a cualquier tipo de ocio, hasta incluso socializar con los compañeros de trabajo. Ello le ha supuesto un alto coste en términos de bienestar emocional y felicidad.
Tal vez, la virtud esté en alejarse de los extremos.
En diversas ocasiones, a lo largo de mi vida, me han acusado de no decantarme. En esos momentos, esperaban que me posicionara en alguno de los extremos en los que se ubica mucha gente en esta sociedad tan polarizada.
Parece que, no defender las tesis de uno de los extremos, te posiciona justo al lado contrario. Pocos se detienen a pensar que quizás la vida no se vive en blanco o negro, sino que está llena de matices.
Y, en la búsqueda de encontrar el punto “tan bueno como debería ser” de las cosas, aparece el lagom.
Esta filosofía de origen sueco anima a sacar lo mejor de la vida con la cantidad justa de cada cosa. Encontrar la moderación que nos aporte la mayor satisfacción con el adecuado uso de recursos. Saber parar. Huir tanto de los excesos como de la escasez. Siendo prácticos y valorando la sencillez.
El perfecto equilibrio.
Solo precisamos ir introduciendo pequeños cambios en nuestra forma de pensar y de ver la vida.
Tal vez sea más importante disfrutar que acumular bienes. Tampoco derrochar ni tratar de vivir de los demás. En la armonía y la sensatez puede estar la respuesta. Encontrar el equilibrio entre el trabajo y el ocio. En fin, atesorar momentos de felicidad siendo responsables en todo momento con las personas y recursos a nuestro alrededor.
Redescubrir el placer de disfrutar de las pequeñas cosas.
No es nada nuevo. Ya hace unos dos mil cuatrocientos años Aristóteles nos trataba de convencer: